A la conquista del Denali: una travesía de montaña rumbo a la cima más alta de Norteamérica
Antiguamente conocido como monte McKinley, con sus 6.194 metros, el Denali se conoce como una de las seven summits o las siete cumbres más altas de cada continente. Para conquistarlo, un equipo de cuatro chilenos nos aventuramos rumbo a Alaska para pasar varios días en los hielos del ártico. Así lo vivimos.
Aún lo recuerdo, la aventura comenzó en el aeropuerto de Kahiltna, que no era más que una larga planicie de nieve donde la avioneta nos dejaba a la deriva para emprender nuestro rumbo. A inicios de mayo, la temporada recién comenzaba y alrededor de 20 personas nos preparábamos para compartir las rudas montañas polares. Japoneses, españoles, ecuatorianos, polacos, distintas personas de todo el mundo estaban allí reunidas con un mismo objetivo. Así, cargamos las mochilas, ajustamos los trineos y nos encordamos para comenzar nuestra larga caminata por las tierras gélidas de Alaska.
Nos encontrábamos a los pies de la montaña más alta de América del Norte, una de las Seven Summits, conocido como Monte Denali o McKinley, de 6.194 metros de altura. Llegamos hasta sus faldas convocados por la prominencia de este cerro, sus conocidas crudas condiciones climáticas y su cercanía al círculo polar ártico. Para lograrlo, la ruta era una sola: había que llegar hasta Anchorage, la ciudad más importante de Alaska. Desde ahí, movernos por tierra hacia el norte hasta Talkeetna, un pequeño pueblo montañés desde donde sale la avioneta que transporta a los escaladores hasta el glaciar Kahiitna, el punto de inicio para lograr esta cima.
Esa primera jornada, la montaña nos recibió con una noche helada que rondaba los –20 grados Celsius. Allí armamos un campamento improvisado y descansamos para continuar al día siguiente rumbo al primer campamento, ubicado a 2.346 metros de altura. Hasta allí, viajábamos cuatro chilenos inspirados por conocer estas cumbres. El grupo se componía de los montañistas y escaladores, Sebastián Pérez (Seba), Ignacio Hermosilla (Nacho), Vivian Godoy (Vivi) y yo, Víctor Zavala.
El comienzo de una travesía
Un sol radiante nos acompañó durante la jornada del segundo día, donde solo el hecho de estar ahí y ver el paisaje que nos rodeaba, era motivo suficiente para arrastrar los 50 kilogramos de carga, dejar el cansancio de lado y comenzar a disfrutar del viaje. Una vez que llegamos al campamento de 2.346 metros, construimos una cocina y un baño para nuestra comodidad. Entonces, la energía en el equipo predominaba, el tiempo era agradable y por el momento, todo iba de acuerdo al plan.
Así partió nuestro primer porteo. El plan era subir hasta los 2.865 metros de altura, pasando por un sector denominado Ski Hill. Una vez allí la idea era hacer un depósito en la nieve, es decir, designar un punto donde hacer un hoyo, palear la nieve dentro de este agujero y dejar la mitad del peso de equipamiento, bolsos, etcétera, para luego enterrarlo completamente con la idea de recuperarlo días más adelante. Así, con varillas de bambú de tres metros enterradas verticalmente, marcamos la posición de los depósitos para luego bajar esquiando hasta nuestro campamento. Esto, con la finalidad de mover toda la carga más fácilmente y no desgastarnos llevando todo en una sola jornada.
El cuarto día despertamos temprano con un solo objetivo: movernos desde el campamento de inicial hasta los 3.352 metros de altura. El día se abrió con un cielo despejado que poco a poco se fue desvaneciendo para terminar los últimos kilómetros con visibilidad reducida y una nevada que nos mantuvo tres horas paleando para poder levantar el campamento.
Insistir entre las montañas del ártico
La visibilidad nula y un viento blanco dominaban el sexto día, pero teníamos que movernos, bajar, desenterrar el depósito y volvernos al campamento de 3.352 metros. Con nuestras narices y pestañas congeladas a medida que bajábamos, decidimos enterrar varillas de bambú cada ciertos metros con el objetivo de orientarnos físicamente en el retorno. Las dimensiones se perdían, la profundidad y distancia dejaban de ser referentes y el blanco polar nos consumía lentamente. En ese punto, la única comunicación que teníamos entre nosotros era la tensión de la cuerda, mientras que las palabras quedaban a merced del viento.
Hecho esto, al día siguiente teníamos que volver a los 2.865 metros para buscar todo el cargamento que teníamos en el depósito, especialmente la comida. Pero, las condiciones no eran las óptimas y luego de discutirlo entre los cuatro y evaluar la situación, decidimos quedarnos en la carpa y tomarlo como un día de descanso. Leer, escribir, tocar la armónica y escuchar a Nacho relatar un libro fueron nuestras principales entretenimientos.
Tras una semana de expedición, la energía que rebosaba al comienzo comenzaba a eclipsarse, todavía quedaba un largo camino. El séptimo día hicimos un porteo a Windy Corner, que partió con una fuerte pendiente en el primer trayecto para luego ceder levemente. Las grietas imponían su presencia entre el hielo desde que nos bajamos de la avioneta, mientras que otras se ocultaban sigilosamente. En ellas, más de alguno quedó con un pie colgando en el vacío y otro en tierra firme.
Cimas del ártico
Una vez que ganamos altura y con un sol resplandeciente, logramos ver todas las montañas que teníamos a nuestro alrededor: Hunter, Foraker o Crosson, por ejemplo, solo por mencionar algunas. Ellas formaban un manto blanco que no parecía tener final. Llegamos a Windy Corner y sacamos el depósito para llevar toda nuestra carga al nuevo campamento a los 4.267 metros. Desde aquí comenzó un verdadero festín de grietas. El cansancio ya nublaba el objetivo, pero no teníamos muchas alternativas. Al noveno día, llegamos recién a las nueve de la noche, para armar campamento y dar el día por terminado.
Desde ahí, el siguiente día fue clave. Si bien, descansamos en el campamento, decidimos que íbamos a separarnos por la seguridad de todos. Nacho y Vivi irían por la ruta normal, conocida como West Buttress, mientras que el Seba y yo mantendríamos el plan original: la West Rib.
Al día siguiente, el Nacho y Vivi intentaron alcanzar la cumbre, saltándose el campamento, a los 5.181 metros. Mientras que nosotros teníamos acampar a los 4.998, para luego alcanzar la cumbre. Claro que era más arriesgado, ya que se avecinaba una tormenta que no nos perdonaría en caso de encontrarnos en las alturas.
Así, con Seba despertamos a las cinco de la mañana para dar comienzo al ascenso a las siete. Después de una larga pendiente de nieve, nos topamos con una grieta de al menos 30 metros de ancho que tenía un puente de nieve muy dudoso, pero: ¿qué opción teníamos? Cada paso era más inseguro que el otro y sentíamos que en cualquier momento todo iba a colapsar.
Una vez que llegamos al campamento de 4.998 metros y aplanamos el pequeño terreno, la incertidumbre se posó sobre nuestras cabezas. ¿Deberíamos bajar?, ¿estamos tomando la decisión correcta? Mientras el viento nos movía con fuerza, pedimos el reporte del tiempo para sacarnos las dudas. En menos de 24 horas la tormenta sería protagonista. Con ese margen, alcanzábamos a hacer cumbre, pero era muy probable que nos quedáramos en la carpa con rachas de 100 kilómetros por hora y sin comida.
––¿Es posible realizarlo? Sí, pensábamos con el Seba.
––¿Es necesario? Probablemente no.
Era hora de descender.
Ráfagas de nieve
Ya de regreso al campamento de 4.267 metros, nos encontramos con Nacho y Vivi. Ellos, si bien no alcanzaron la cumbre, no tuvieron accidentes ni mayores novedades. Lamentablemente, de nuestro grupo, muchos no tuvieron esa suerte y presenciamos varios casos de congelaciones tanto en las manos como en los pies.
Tatsuto y Reo, 2 amigos japoneses, ayudaron a Nacho a construir nuestra fortaleza, cortando la nieve con una sierra, formaron innumerables bloques para apilarnos unos sobre otros y hacer una muralla para las fuertes rachas de viento que se aproximaban. Los tres días que siguieron nos mantuvimos encerrados en nuestras carpas pues el viento soplaba, la nieve caía, el frío calaba y la tormenta no cedía. La montaña nos estaba poniendo a prueba: el arte de la paciencia.
Sacar la escarcha interior de la carpa, comer, conversar, leer, escribir, escuchar música, derretir nieve y observar el techo de la carpa de manera indefinida eran algunas de nuestras actividades cotidianas esos días.
En el horizonte, el sol y la cumbre del Denali
Las nubes se dispersaron y el horizonte se despejó, durante la tarde, Nacho y Vivi comenzaron a ascender al campamento de 5.181 metros, pero al par de horas ya se encontraban de regreso, la chispa que los animaba a seguir adelante día a día se había extinguido, hacia el día 15, era hora de comenzar el descenso.
Por otro lado, a las 11 de la noche de la misma jornada, con Seba iniciábamos nuestro intento a cumbre en una sola jornada, saltándonos el campamento a 4.998, subiendo por la West Rib y bajando por la ruta normal: casi 2000 metros que ascender, donde estimamos en 18 horas seguidas.
Tornillos, cuerdas, piolets, mosquetones, cintas, Friends, stoppers y con toda la parafernalia colgando de nuestros cuerpos, dimos comienzo al ascenso, donde a las pocas horas, 5.181 metros, nos topamos con Tatsuto y Reo, el dúo nipón que nos acompañaría durante casi todo el ascenso.
Escalando en simultáneo, superamos las secciones más complejas de escalada en hielo y roca, para luego estar horas en una pendiente moderada de nieve que nos quitaba el aliento en cada paso que dábamos. Las piernas y los pulmones ya no daban, perdimos un termo con casi toda mi agua, los descansos se hacían más frecuentes y la cumbre se ponía en duda cada minuto, lo único que nos movía era la mente.
Llegando a un plano y con la cumbre a la vista, a pesar del agotamiento físico, era difícil dar media vuelta y desistir del objetivo. Abandonamos las mochilas para ir algo más livianos y dar nuestro último esfuerzo, los minutos parecían horas y la cumbre parecía alejarse de nosotros.
Después de 18 horas, lo habíamos logrado, estábamos en lo más alto de América del Norte, aunque la verdad no lo disfrutamos tanto, 5 minutos y nada más, estábamos agotados y nos preocupaba todo el descenso que restaba.
Una bajada compleja
Comenzando el descenso, los japoneses estaban por alcanzar la cumbre. Compartimos un par de palabras y continuamos nuestro rumbo. Pasaron las horas y nuestra situación era crítica, yo estaba que me desmayaba de la fatiga y Seba, algo mejor físicamente, pero con alucinaciones y confundiendo algunos objetos. Nos detuvimos en el campamento de 5.181 metros, Seba fue a ver si había alguna persona que nos diera agua o bien una carpa para descansar, mientras, yo me sentaba en una roca cerrando los ojos pero tratando de no quedarme dormido para no congelarme. No había nadie, estábamos solos.
Tenemos dos opciones, dijo Sebastián, “o armamos una cueva en la nieve y dormimos algo, o te pones las pilas y hacemos lo último que nos queda”. Tratando de convencerme a mí mismo le dije: “Ahora sí, vamos que ya no queda nada”, mientras me derrumbaba por dentro.
Increíblemente, fue como si me hubieran reiniciado, cambié la mentalidad y estaba de vuelta. La última sección era un filo expuesto y luego solo quedaba deslizarse por las cuerdas fijas, donde luego de 25 horas volvimos a lo que ya considerábamos nuestro hogar, con la linda sorpresa que Nacho y Vivi nos habían dejado una olla llena de agua.
Un regreso accidentado
A la mañana siguiente, nos reencontramos con Reo, con la sorpresa que su amigo no había tenido la misma suerte que nosotros. Durante el último tramo de la bajada, un paso erróneo cambió su destino, cayendo 300 metros por una ladera de nieve y hielo de sesenta grados. Reo trató de comunicarse con él a gritos, pero no recibía respuesta alguna, bajó para informar lo sucedido y comenzaron el protocolo de rescate.
Luego de saber esta noticia, desperté a Seba para comentarle lo sucedido, reflexionando durante un largo tiempo… Nosotros pudimos haber pasado por la misma situación, cualquiera de los dos.
Ese día nosotros teníamos que descender lo más posible, por lo que nos despedimos de Reo y llegamos hasta el campamento de 3.352.
Al día 18, Nacho y la Vivi estaban por llegar a la avioneta, donde nos esperarían. Al día siguiente, a nosotros todavía nos quedaba todo el descenso esquiando con los trineos que, si bien, fue muy entretenido, en mi caso no estuvo exento de dificultades pues recién estaba aprendiendo a esquiar y aquí tenía que ir con peso en la espalda, un trineo fuera de control y todo mientras vas esquivando las grietas.
Esa misma jornada y una vez reunidos con Nacho y Vivi, el sol se alzaba en el cielo, anunciando el fin de nuestra estadía en la montaña.
Por otro lado, recibimos noticias de Tatsuto. Dicen que cuando el helicóptero pasó cerca de él, se levantó por un segundo y volvió a caer, tenía todos los dedos de las manos, pies y cara congelada, pero había sobrevivido.
Recibida esta noticia, podíamos irnos algo más tranquilos de la montaña que nos recibió con frío, dudas, congelaciones, fatiga, accidentes, viento blanco e incertidumbre durante los 21 días de esta expedición, en donde me di cuenta de que nuestras limitaciones son solo el punto de partida para lo que realmente somos capaces de lograr. Nuestras mayores conquistas a menudo provienen de desafiar lo que creemos posible, pero ¿cuánto estamos dispuestos a arriesgar?
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