Tupungato: la crónica de una travesía cordillerana por la sexta cumbre de Chile (Parte I)

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Entre ríos turbulentos, valles que se abren como horizontes y campamentos donde la vida silvestre reclama su lugar, comenzó esta primera parte de la travesía rumbo al volcán Tupungato. En esta historia, se relata el pulso de una aproximación que enseña cómo en la montaña, cada paso es tan importante como la cima.

En la libreta el plan parecía sencillo: llegar al valle del río Colorado, una zona protegida del Cajón del Maipo, en plena cordillera de la Región Metropolitana, e internarnos por los pliegues andinos para empujar el camino, de campamento a campamento, hasta llegar al Tupungato (6.585 metros sobre el nivel del mar) y conquistar la sexta cumbremás alta de Chile y la undécima de América. 

En la práctica, alcanzar un verdadero triángulo perfecto de roca y hielo que, aislado y orgulloso, se impone entre las alturas como un faro que mira de frente a otros gigantes como el Nevado Piuquenes, el cerro Alto y el propio Aconcagua.

Así, tomamos la ruta G-25 y dejamos atrás Santiago para tomar rumbo al este. En la medida que ahondábamos en la ruta, atravesamos el Cajón del Maipo, pasamos el sector de El Manzano y giramos hacia el norte, bordeando el río Colorado hasta el sector del Alfalfal, donde estaba el conocido control de ingreso a la montaña. El permiso, como las leyes chilenas indican, lo habíamos tramitado con 15 días de anticipación en el Ministerio de Bienes Nacionales, pero no hay que olvidar: cada año, desde mayo a agosto, la zona permanece cerrada.

Inicio marcha desde el Polvorín, junto al río Colorado. Foto: Adolfo Dell Orto

Finalmente, desde Alfalfal partía un camino de ripio que terminaba en El Polvorín, un sector donde el vehículo se transformaba en una verdadera y pesada mochila que había que dejar atrás.

Justo allí comenzó nuestra aventura: rumbo al estero Las Vacas: un curso de gran belleza escénica donde el agua ocasionalmente impide el paso de autos bajos.

La marcha: de Baños Azules a Aguas Buenas

La primera aproximación arrancó por un valle que primero se estrechaba y después respiraba. Allí encontramos un puente de madera que permitía cruzar el río Colorado.

Tras unas tres horas de caminata apareció el primer lugar de la ruta donde es posible pasar la noche o al menos, hacer vivac. ¿La ubicación? Exactamente en los Baños del Tupungato o Baños Azules, junto a la orilla del río Museo: un curso de aguas claras que desciende desde el este y que se encuentra flanqueado por dos seismiles: el Nevado Piuquenes (6.019 metros) y el cerro El Alto (6.148 m).

En este tramo cruzamos el río Museo por un puente pequeño, para luego remontar una pendiente sostenida que nos permitió volver a perder altura hasta toparnos con el río Azufre con sus aguas oscuras y turbulentas.

 A esa altura, el paisaje se abría como diafragma: con paredes con estratos encendidos, fósiles incrustados y una luz de atardecer que lo pintaba todo de un rojo antiguo.

Arrieros entrando al valle de las paredes con estratos, donde está el fósil, luego de cruzar el río Azufre. Foto: Adolfo Dell Orto

Aún recuerdo cuando tras dos horas de caminata, alcanzamos el primer oasis verdadero en Aguas Buenas, a 12 kilómetros desde El Polvorín. Allí el valle se abría como un horizonte de agua fresca, pasto y, al amanecer, de cururos (Spalacopus cyanus) que asomaban como dardos negros entre sus galerías. 

Campamento Aguas Buenas, donde encontramos  los cururos y el yak. Foto: Adolfo Dell Orto.

Por las noches también contamos con la visita nocturna de una yaka (Thylamys elegans), un mínimo marsupial que se coló al saco de dormir como quien reclama su lugar en la historia. Un animal muy curioso.

Refugio nuevo, volcanes viejos

Desde Aguas Buenas la jornada podía estirarse hasta el Refugio Volcán Tupungato, inaugurado en enero de 2025. Este se ubica en el tradicional sector de Aguas Azules, ubicado exactamente  3.100 m y a 18,6 kilómetros desde el arranque, en un sitio sólido y cómodo para 20 personas. ¿Lo mejor? Desde aquí ya se desplegaban las primeras vistas francas del Tupungato al este.

Ahora, justo en este punto resultaba fácil tentarse y desviar la ruta rumbo a la cumbre del volcán Tupungatito (5.613 m): un volcán activo cuyas últimas erupciones datan de los años 1959, 1960, 1964, 1980 y 1986. Pero no. La meta era seguir por la huella que veníamos… esta ya guardaba una prueba más seria, unos metros más allá.

Dicho esto, avanzamos hasta un sitio llamado el Mal Paso. El nombre justamente no era metáfora, pues este sector consistía en una ladera cortada por la erosión del estero, con abundante arena, piedras y roca por donde fuimos caminando en sentido de zigzag. En el tramo, la traza se desdibujaba y la caída, sin ser vertical, castigaba. Allí, los arrieros conocen bien este filo: las cargas topan con la pared y los animales hacen peligrar sus pies.

Una vez aquí, supimos que esta travesía pertenecía a la montaña, no al calendario.

Vegas del Flojo y Perdices: el valle que se abre

Superado el Mal Paso, el paisaje respiraba al fondo. El valle se abría con el cerro Sierra Bella (5.207 m) como telón de fondo y su cara glaciada derramándose desde el noreste. En medio de murallones y formas rocosas alargadas que escoltaban la marcha, aparecieron las Vegas del Flojo (3.150 m): un piso plano con pircas, agua y pastizales húmedos donde anidaban piuquenes.  

 

Camino hacia el refugio, dejando atrás Aguas Buenas. Por la ruta, el cerro Gran Bizcocho y de fondo, el Sierra Bella. Foto: Adolfo Del Orto

Desde allí, por una caminata de dos horas, la huella golpeaba el tramo más incómodo de toda la aproximación: una lengua de bloques y rodados propios de cauces secos ubicado a los pies de la cara noroeste del Tupungato. 

El premio final fue llegar a Perdices (3.720 m), ya en el embudo final del valle, que se encuentra al borde de la lengua glacial del Sierra Bella. Entre bloques enormes que cortaban el viento, el río a esa altura cantaba una sola nota. De noche, sonaba el reclamo de las perdices que bautizan el lugar. Era un campamento de arrieros y cordadas, un punto de inflexión del camino.

Primera vista del volcán, poco antes de llegar al campamento Aguas Azules, donde actualmente está el refugio. Foto: Adolfo Dell Orto.

Penitentes y la altura que enseña

De Perdices a Penitentes (4.400 m) fueron tres horas hacia el sur, siguiendo esteros que se multiplicaban y que por las tardes dificultaban el cruce cuando el caudal subía. Era la primera vez que pisábamos la montaña, tras 40 kilómetros de aproximación. Ahora sí, todo lo dominaba un horizonte de lomajes suaves que ganaban altura junto a la silueta del volcán. 

Recuerdo que Penitentes era un mirador con agua y con vistas que abrumaban con cerros imponentes como el Sierra Bella, Polleras (5.993 m) y Polleritas (5.461 m). Muchas expediciones llegan allí a montar campamento base para después portear hacia arriba. Siempre está la opción de hacerlo.

En la foto: Aguas azules, con el nuevo refugio. Foto: Adolfo Dell Orto.

Campamento Perdices, al este, Sierra Bella. Foto: Adolfo Dell Orto

Más arriba tuvimos que decidir si descansábamos en el campamento La Frontera, a 4.850 m, por un entorno con pircas y manchones de nieve; o seguíamos hacia el siguiente el campamento, a 5.100 m, en medio de un valle amplio, con agua, protegido por roqueríos y que brinda la primera visión limpia del Aconcagua (6.963 m).  Era momento de decidir.

Punta Guanacos: donde el viento cuenta historias

Desde 5.100 m la huella trepaba hacia la arista este del volcán Tupungato y por fin, asomaba la vertiente argentina. A veces, al oriente, el cielo se partía en dos, pues tormentas eléctricas prendían la noche como fósforos. 

Para campamento alto había dos opciones: Punta Guanacos (5.750 m), en una zona llana, arenosa y muy expuesta; o una guarida ligeramente más protegida que se encontraba unos metros antes (5.650 m), al abrigo de un gran bloque rocoso con espacio para dos o tres carpas. Allí el agua aparecía solo en forma de manchones o penitentes.

Volcanes Tupungato y Tupungatito, luego de cruzar el Mal Paso.  Foto: Adolfo Dell Orto.

Hasta aquí, la montaña nos había enseñado su gramática: con valles que se estrechaban y se abrían, ríos que subían y bajaban; con el sol, vientos que conversaban y, a ratos, gritaban. 

Ahora sí, el ascenso a la cumbre podía partir desde estos campamentos o —si las fuerzas y la estrategia lo pedían— desde los 5.100 m, sumando dos horas extra de subida. Pero, esa historia quedará en pausa, hasta la segunda parte de este relato. Pues, en el montañismo, como en toda travesía honesta, la cima es un momento: el camino, se vuelve el verdadero relato.

Campamento Punta Guanaco. Foto: Adolfo Dell Orto


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