Viajar sin dejar cicatrices

Durante décadas, viajar fue sinónimo de consumo. Coleccionar destinos, fotos y souvenirs se convirtió en una especie de logro personal o una especie métrica de éxito social. El viaje pasó de ser una experiencia de descubrimiento a una lista de pendientes por tachar. Pero ese modelo de turismo, masivo y extractivo, ha comenzado a mostrar su desgaste y sus falencias, dejando sitios sobreexpuestos, comunidades saturadas y un planeta que no puede sostener este ritmo extractivo disfrazado de ocio. El turismo que alguna vez fue sinónimo de libertad y descubrimiento, hoy corre el riesgo de convertirse en una fuerza de desgaste, tanto cultural como medioambiental y social, por lo que necesita repensarse.  No para dejar de viajar, sino para hacerlo de una mejor manera, con menos apuro, menos ego y más responsabilidad.

Viajar de manera responsable, buscando un foco regenerativo o consciente, son cambios. que replantean, desde la raíz, el cómo nos relacionamos con los destinos que visitamos. Esto implica cambiar la lógica de “extraer valor” por la de “generar valor”… y ya no sólo para el visitante —que pasa a llamarse viajero o aventurero—, sino también para el lugar, su gente y su entorno.

Este cambio de paradigma invita a dejar de lado las visitas rápidas e inconscientes, para generar un vínculo más respetuoso y comprometido con los destinos que visitamos. Se trata de dejar de mirar el territorio como un producto para nuestro consumo y empezar a verlo como un ecosistema social, cultural y ambiental, en el que todo está relacionado. Cada decisión que tomamos como viajeros, desde dónde dormimos, qué comemos y qué actividades elegimos, siempre tiene consecuencias. Esto, puede reforzar economías locales o favorecer cadenas que extraen sin retribuir. Puede conservar tradiciones o transformarlas en meros espectáculos. Así como es capaz de proteger la fauna y flora local o contribuir a su deterioro. Viajar entonces, debe transformarse en una responsabilidad activa respecto al lugar que se visita, reconociendo que nuestra presencia deja una marca, y que está en nosotros decidir si esa huella será de desgaste o de cuidado.

Buscar el bienestar del destino a visitar hoy debe considerarse como una responsabilidad. Foto: Forastera Travel.

Viajes regenerativos

Pero hay nuevas rutas y el turismo regenerativo, que nos invita a dejar una huella positiva, es una de ellas. A diferencia de los viajes tradicionales, el enfoque regenerativo va un paso más allá y propone que cada visita sea una oportunidad para restaurar, revitalizar y fortalecer los ecosistemas, las culturas y las economías locales. Pero, ¿cómo se traduce eso en acciones concretas?

Significa, por ejemplo, elegir alojamientos que implementan prácticas responsables, que gestionan adecuadamente sus residuos, que utilicen energías renovables, y contraten y capacitan a personas de la comunidad donde se ubican. Significa apoyar activamente la economía local comiendo en pequeños restaurantes familiares, comprando artesanías hechas por productores del lugar y contratar guías locales que viven en ese entorno y lo cuidan.

También implica tomar decisiones conscientes sobre cuándo y dónde viajamos. Optar por ir en temporada baja o elegir destinos menos saturados ayuda a distribuir el flujo turístico y evita la sobrecarga que sufren muchos lugares durante todo el año.

El enfoque regenerativo propone que cada visita sea una oportunidad para restaurar, revitalizar y fortalecer los ecosistemas, las culturas y las economías locales. Foto: Forastera Travel.

También es clave participar con respeto, ya que no todo lo que se puede ver debe ser fotografiado, y no todo lo que se ofrece al viajero debería ser consumido. Hay que evitar convertir las culturas locales en espectáculos para turistas y entender que hay tradiciones, espacios y ritmos que deben ser respetados.

Por último, los viajes regenerativos invitan a involucrarse, cuando sea posible, en acciones de conservación, desde limpiezas comunitarias de playas hasta programas de reforestación o educación ambiental. No para “compensar” el viaje, sino para formar parte del cuidado del lugar que nos está acogiendo. La conservación, deja de ser un asunto exclusivo de ONGs y parques nacionales. Se convierte en parte inherente al viaje. Elegir un sendero marcado en lugar de abrir uno nuevo, evitar zonas con sobrecarga turística, o simplemente respetar los ritmos de una comunidad rural, son formas de proteger sin necesidad de grandes gestos.

No dejes rastro

Aquí entra en juego el principio del “Leave no trace” (no dejes rastro, en castellano), nacido en el mundo del montañismo, pero hoy más vigente que nunca para todo tipo de viajeros. Aunque suene simple, este principio es muchísimo más complejo que el hecho de no botar basura en un sendero. Significa asumir un compromiso ético con los lugares. No dejar rastro es no sobrecargar entornos frágiles, no contribuir al deterioro de ecosistemas ni a la saturación de comunidades que ya están al límite. Incluye comprender que la belleza natural y cultural de un lugar no existe para nuestro disfrute exclusivo, y que cada una de nuestras acciones, tiene un efecto.

No dejar rastro es también evitar apropiarse de lo que no nos pertenece, como no extraer conchas, piedras o “recuerdos” naturales, y tampoco llevarnos tradiciones fuera de contexto, ni convertir prácticas ancestrales en postales turísticas. Es no exigir que todo se adapte a nuestra comodidad ni esperar que los destinos funcionen como parques temáticos.

En definitiva, el Leave No Trace es viajar con la conciencia que estamos entrando en espacios ajenos, ya sean naturales, culturales o sociales, y que nuestra presencia debe ser lo más respetuosa, ligera y consciente posible. Es también entender que la “huella” no es solo física. Es cultural, económica y emocional. Y que dejar una buena huella implica hacerse cargo de esa complejidad.

La meta hoy debe ser viajar sin dejar rastro. Foto: Forastera Travel.

¡A cuidar los destinos!

Existe otra dimensión del viaje, igual de poderosa que reducir el impacto ambiental o apoyar economías locales, que tiene que ver con el ritmo. En tiempos donde la velocidad se asocia con éxito, viajar despacio es un acto de rebeldía. Ir a menos lugares, pero quedarse más tiempo. Caminar sin mapa ni apuro, sin la ansiedad de aprovechar el día. Comer lo que crece en el lugar, aunque no tenga reseñas. Esa manera de viajar, más simple y presente, también es más consciente. Permite conectar de verdad, observar lo que suele pasar desapercibido y darle valor a lo cotidiano del lugar que nos recibe.

Lo curioso es que no se siente como una renuncia. Al bajar el ritmo aparecen cosas que antes pasaban desapercibidas como una conversación con el dueño de un café, la rutina del mercado local, el silencio de un camino sin autos. En ese margen, el viaje deja de ser consumo rápido y se vuelve experiencia.

En tiempos de crisis climática y colapso de biodiversidad, elegir cómo viajamos ya no es acto individual, sino una decisión colectiva con consecuencias globales. Cada destino y cada experiencia forman parte de una red de impactos que trascienden al viajero. El turismo, tal como lo conocemos, puede seguir profundizando la sobreexplotación de recursos y la degradación cultural, o puede transformarse en una herramienta real de regeneración y cuidado. Depende de nuestras elecciones. Viajar de forma consciente no implica dejar de disfrutar sino rediseñar lo que entendemos por disfrute. Implica comprender que el privilegio de conocer el mundo conlleva la responsabilidad de no contribuir a su desgaste. Porque el turismo puede ser parte del problema, pero también, con intención y coherencia, puede ser parte de la solución.

Viajar de forma consciente no implica dejar de disfrutar sino rediseñar lo que entendemos por disfrute. Foto: Forastera Travel

 


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